El erotismo. Representación ausente
“El erotismo es sexualidad transfigurada: metáfora. El agente que mueve lo mismo al acto erótico que al poético es la imaginación. Es la potencia que transfigura al sexo en ceremonia y rito, al lenguaje en ritmo y palabra”. Octavio Paz.
“El espíritu humano está expuesto a los requerimientos más sorprendentes. Constantemente se da miedo a si mismo. Sus movimientos eróticos le aterrorizan.”
G. Bataille. El erotismo.
Japón, 1936 Kichi entrega su cuerpo al placer de Sada y le pide que lo haga. Sada mata a Kichi asfixiándolo mientras tiene un orgasmo. 1976 Nagisa Oshima filma “El imperio de los sentidos”, cuenta la historia de Sada y Kichi. Las escenas de sexo explícito resultaban tan violentas que ningún laboratorio japonés aceptó realizar el revelado de la película. Fue clasificada como “pornografía dura”, una atentado contra la moral y las buenas costumbres. 1979, durante el proceso judicial Oshima rechaza aceptar la clasificación de su película como obscena, no admitió la diferencia entre obra de arte y obscenidad. En la cultura que dio orígen a la práctica del shibari el miedo, el terror y la amenaza se levantan para censurar imágenes de sexo explícito. La sexualidad explícita debía ser reprimida bajo la determinación de un tribunal de justicia que establecía los principios de aquello que ha de ser considerado arte o no, de aquello que puede ser erótico o pornografía obscena. En definitiva, la respuesta a estas opciones estableció legalmente qué podía ser representado o no. Finalmente Oshima resolvió la realización y exhibición de la película en Francia. Desde luego la llegada a Occidente no le iba a garantizar la libre circulación en las salas. En Berlín, en Israel y en Argentina (porque no había motivo para ser la excepción, y más aún en plena dictadura) la proyección de la película traería inconvenientes. En Buenos Aires se permitió su estreno en tiempos de democracia en salas de cine xxx, fue necesario que pase el tiempo para poder ser editada en video con ciertos recortes, y hace apenas unos años nos llegó la película completa y sin censura.
Oshima decide contar la historia de Sada y Kichi, pero lo interesante no fue su tratamiento documental, si entendemos el documental bajo los cánones establecidos de archivo o testimonio de una historia real, o como la descripción verídica de los hechos ocurridos. Podríamos pensar que de la misma forma que John L. Austin sostuvo que el lenguaje no describe el mundo, sino que actúa sobre el mismo, las representaciones visuales, producen el mismo efecto, intervienen sobre el mundo. Entonces, nos propone Austin, que más que determinar cuál es el significado de las palabras, o de las imágenes, tendríamos que preocuparnos por ver qué hacemos con ellas. Mediante escenas de sexo explícito Oshima explicita su posición política y pone en primer plano el problema de la representación de la sexualidad, de su potencial político, de lo abyecto. No sería la primera vez en la historia que la sexualidad es considerada aquello irrepresentable, impensable. Resultaba inimaginable en la cultura del Shibari la exhibición de una película en la que la protagonista se mete un huevo en la concha a pedido de su amante y termina matándolo en pleno orgasmo. Claramente no había otra posibilidad, la única manera de soportar esta historia era alejándola, como a un antiguo relato ocurrido alguna vez en algún lugar. Fuera de este marco, sólo el discurso científico podría intervenir para diagnosticar la relación enfermiza entre Sada y Kichi. Oshima nos trae el problema de la representación, de cómo representar lo aparentemente irrepresentable. La película nos deja pensar más allá del placer estético pasándonos el problema de la representación a lxs espectadores. Siguiendo a Foucault podríamos pensar en qué consiste aquello irrepresentable, de qué se trata esa imposibilidad de representar algo, o de otro modo, qué es considerado como merecedor de ser representado y qué no. La representación es la presentación de un ausente, es la capacidad que puede tener una parte de mostrarse en nombre de un todo, es la forma en la que funcionan los sistemas democráticos.
La película escapa a las clasificaciones de género, no es ni una típica película pornográfica, ni un drama romántico, ni específicamente un documental. Sus imágenes resultan ob-scenas, es decir, están por fuera de las escenas reconocidas que se dejan clasificar por el mercado en las reglas de género. De esta manera y mediante la sucesión incansable y por momentos automáticas de escenas de sexo y de violencia Oshima nos muestra todas las maneras posibles en las que Sada y Kichi tuvieron sexo. Sada masturba a Kichi, en una escena siguiente le chupa la pija y después vemos como se lo mete en la concha. Kichi y Sada cogen incansablemente en un “in crescendo” de formas de obtener placer, pasando por las posibilidades de experimentar placer en el dolor físico y la dominación. Rápidamente podríamos pensar que el director quiere mostrarnos todo, quiere que lo veamos todo el tiempo, con el máximo detalle posible, hasta enterarnos del olor de la habitación, como si dando cuenta del más mínimo detalle pudiéramos acceder al conocimiento de ese todo. Ya lo dijo Teresa De Lauretis, en la película la lucha está en el discurso, en la representación, no por fuera de ella.
Está en juego el erotismo como modo de representación de la sexualidad, los juegos eróticos están presentes permanentemente, sin embargo no podríamos decir como afirma Octavio Paz que el erotismo es la sexualidad transfigurada. Acá no hay cambio ni alteración de la sexualidad en la película, por el contrario, está deliberadamente explicitada. ¿Por qué el erotismo debería estar transfigurado? ¿Por qué debería ausentar algo o no mostrar algo para resultar erógeno? ¿Qué hace que esa afirmación tenga lugar en nuestra experiencia de la representación sexual? Pareciera que la representación de la sexualidad sólo pudiera ser posible en tanto no muestre, en tanto oculte algo. Con esto llegaríamos a una especie de exacerbación de la idea de representación, puesto que se representa un ausente con la condición de sostener su ausencia, ya que sólo esa ausencia tendría la posibilidad de dar cuenta o de sugerir el todo. Es así que el erotismo, la sexualidad que se represente de maneras inconvenientes ha de ser clasificada como material obsceno. Ciertas formas de la sexualidad están fuera de la escena de lo considerado representable. Aunque pareciera que el mercado se las arregla para determinar qué puede ser exhibido y qué no. Los kioscos en la ciudad nos muestran tapas de revistas que pareciera no son víctimas de procesos judiciales que les prohibe mostrar tetas enormes, o programas de TV en los que las niñas de menos de diez años bailan danzas sensuales como vedettes.
Ahora bien, la distinción entre aquello que es considerado obra de arte y aquello que no lo es, suele ser producto de una determinación hegemónica propia de un modo de ver y clasificar el objeto de arte. Responder qué puede cumplir con los requisitos para consagrarse arte, o que no, ya es un debate un tanto aburrido que mejor dejárselo a los jueces de los tribunales de censura. Esta vieja discusión parece esperar una respuesta que tenga la capacidad de concluir con las indeterminaciones, con las inquietudes que perturban el sentido, sin embargo, a quienes aún mantengan esta esperanza, debemos decirles que tenemos malas noticias. No hay respuesta ni definición que alcance para concluir este conflicto. Será una tensión permanente que moviliza los cimientos de la verdad y la representación. No hay manera de resolver esto como quien comprende que 2+2=4. Si esto fuera así, entonces más que una reflexión acerca de la producción artística, estaríamos teniendo una determinación normativa que nos indica qué visibilidades son posibles y esperables. Ya sabemos, a esta altura que la norma no depende exclusivamente del ejercicio del castigo legal, mejor aún, anida en el deseo moldeándolo. Todo aquello que quedé por fuera de cualquier escena esperable, será excluido hasta de la condición de sujeto y su visibilidad será utilizada como ejemplo aleccionador para quiénes puedan tener la fantasía de no responder a las normas establecidas. Decía Walter Benjamin, “todo documento de civilización es a la vez un documento de barbarie”. Los modos en los que la cultura ha determinado qué podía formar parte y qué debía considerarse un producto de la civilización, no han sido otra cosa sino violatorios, intimidantes, usurpadores y violentos. “Esto” ha de formar parte de la cultura de la civilización porque “esto otro” no, entonces pareciera que hubiera producciones culturales que tuvieran más prestigio que otras para merecer formar parte de la civilización y hay otras menos prestigiosas que debieran quedar fuera de estos patrones. Es más, si las más prestigiosas tuvieran que formar parte de la cultura y para eso es necesario saquear una cultura entonces no habría ningún inconveniente, podríamos ponerle el nombre de descubrimiento, a la colonización, a la usurpación, o para hablar en términos más actuales, podríamos llamarlo “misión de paz, o misión humanitaria.” Sin más este sistema nos viene demostrarndo que la impronta siempre es violenta y la norma no se (re)produce sino es por repeticiones forzadas y amenazantes.
… continuará…